Ana sabia que tal como era no podía tenerme. Se lo había repetido a sí misma muchas veces y lo había asimilado, pero su pequeño corazón enamorado terminaba triunfado frente a la razón y cuando estaba distraída volvían a ella las fantasías nupciales, la casa de campo y los cuatro niños. Era lo que más deseaba… a decir verdad era lo único que deseaba.
No podía besarme ni abrazarme como hacían las otras chicas. Tenía que soportar verlas venir una y otra vez, y tampoco podía quedarse a dormir en mi cama o calentarme en Junio. Ay pobre Ana, qué siempre me protegía como un ángel de la guarda, ella que siempre velaba mi sueño y que se preocupaba de que todo me fuera bien. Mí única compañía cuando estaba enfermo, ella que había llegado antes que las otras, y que creía que merecía un lugar especial.
La sola idea de ser un maniquí la molestaba y pasaba su tiempo pensado en hadas y magos que pudiesen hacerla de verdad. Pero siempre terminaba por aceptar la realidad, y eso la irritaba de tal forma que solo quería estar encerrada en la oscuridad esperando que alguna vez la sacara del escritorio y me pusiera a dibujar. Esperando esas horas en las que mis ojos la miraban solo a ella, y donde no había nadie en el mundo salvo ella y yo. Momentos donde una mirada atenta podía significar algo, momentos donde el amor parecía posible… momentos de la más intensa felicidad, y la más intensa tristeza: la impotencia de tenerme cerca y solo para ella, y sin embargo no poder hacer nada.
Ana comenzó a notar que sus esperas eran cada vez más prolongadas. Al principio nunca eran más de 2 o 3 días, luego fueron semanas, meses, años… Esperó tanto que cuando volvió a verme tardó en reconocerme. No tenía frente a ella a ese adolescente que recordaba sino a un hombre vestido con una camisa y una corbata. Pero ella tampoco era la misma, estaba maltratada, su cuerpo de madera comenzaba sentir el paso del tiempo. Pero aún así sentía amor intenso, y fantaseaba que algún día sus sueños se harían realidad.
Pronto supo que una mujer había conquistado todo lo que ella quería, y se sintió miserable al contemplar su felicidad. Maldecía el día que me había conocido, ese día en el cual entré a una tienda, y ella me vio entrar. Ese día que se sintió afortunada, porque la escogí de entre otras veinte o treinta, ese día que supo cual era su razón de vivir… ese día que supo lo que era amar.
No podía besarme, ni abrazarme, ni darme lo que otras chicas podían darme. No podía darme hijos, y tampoco podía darme felicidad. Ay pobre Ana, inservible, inútil, buena para nada. Ella que siempre me protegía como un ángel de la guarda, ella que creía que merecía un lugar especial.
Así pasó mi vida... ignorándola por completo. Ignorando sus sentimientos. Ni siquiera mi muerte pudo liberarla de su sufrimiento. Me amaba tanto que la negaba, no podía morir así sin más para ella. Porque ella no sabía hacer otra cosa más que amar.
Y así paso su vida, encerrada en la oscuridad, con el recuerdo de las horas en las que los dos éramos los únicos en el mundo, donde no importaba nada más. El abandono y la humedad terminaron por destrozar su pequeño cuerpo, y poco a poco se fueron difuminando aquellos sueños y fantasías… Entonces llegó él, y por un instante creyó que era yo regresando para llevarla allá donde estaba ahora, pero no… así que se dejó tomar sin importarle nada, pero descubrió que él la escuchaba, que él la entendía. Así que emocionada comenzó a suplicar. –Oh gran mago, te lo ruego. Solo quiero estar con él...yo lo amo, lo amo tanto…- las lagrimas que jamás tuvo comenzaron a brotar mientras su cuerpo se iba deshaciendo y se convertía en polvo. Conmovido él tomo los restos de Ana, y los colocó dentro de una urna. –Descansa en paz pobre alma.- Le dijo antes de poner de nuevo la tapa. Un ligero susurro pudo escucharse, un murmullo… gracias…