De niña creía que el mundo era distinto de madrugada. Nunca había estado afuera a esas horas, y pensaba que la ciudad tomaba otra forma aprovechando que nadie la miraba. Hasta ese día, que pudo haber sido cualquiera, pero que no lo fue. Un día que desperté sin más y salí de la cama mientras todos dormían. Tal como si mi cuerpo respondiera a un llamado proveniente del otro lado de la puerta, quizá una fuerza sobrenatural.
Los faroles alumbrando a través de la neblina, esa brisa helada que llevaba impregnado el olor del pasto mojado; el asfalto negro y gastado de las pistas. Como el vecindario siempre había sido, pero desierto, salvo por esos hombres que a lo lejos arrastraban un tronco carbonizado que desprendía chispas de candela.
No sé a dónde me llevaron, tampoco sé por qué no grité. Ni qué sucedió exactamente. O porque mis padres lloraron tantos días después. Solo sé que ese era el mundo de madrugada, el mismo en el que vivíamos, pero habitado por fantasmas.